La tecnología es el conjunto de nociones y conocimientos científicos que usamos para lograr un objetivo, como solucionar un problema o satisfacer una necesidad. La imprenta, por ejemplo, es una tecnología que cambió para siempre a la humanidad, lo mismo que el horno de microondas, la televisión, los cepillos de dientes y, por supuesto, la telefonía celular y la computadora.
Con distinción dejamos claro que la tecnología forma parte de nuestra vida y, como tal, no es buena ni mala: son los comportamientos derivados de su uso los que definen si es enajenante (es decir, que nos aísla y nos aleja del bienestar).
Un ejemplo al respecto es el del posicionamiento en los hogares de la llamada caja idiota, la televisión, principalmente entre las décadas de los setenta, ochenta y noventa. Los niños de esas generaciones, particularmente, crecieron mirando por horas el popular aparato, y este despertó debates sobre temas tan extraños como los derechos humanos y si afectaba el pensamiento.
En su libro Homo videns: la sociedad teledirigida (1998), Giovani Sartori hizo hincapié en que la televisión volvía al hombre un ser dependiente de la imagen y cambiaba su percepción del mundo, sobre todo en el caso de niños y jóvenes, convirtiéndolo de Homo sapiens (hombre pensante) a Homo videns (hombre visual).
En ese plan, ¿qué diría Sartori de nuestra migración a las plataformas de streaming y el aumento de nuestra actividad frente a las pantallas?
Si tal vez nuestra relación con los dispositivos electrónicos actuales —tabletas, celulares, videoconsolas y computadoras— no es tan distinta de la que tuvieron otras generaciones con sus tecnologías, ¿qué podríamos aprender, ya como Homo videns, de esas interacciones?
Giovani Sartori hizo hincapié en que la televisión volvía al hombre un ser dependiente de la imagen y cambiaba su percepción del mundo
Situándonos en las tecnologías recientes, todos hemos escuchado que se ha perdido el límite de su uso. En países desarrollados como Japón, Estados Unidos y Alemania, se han dado casos de aislamiento y dependencia del uso de dispositivos electrónicos, tipificados como adicción.
Y aunque en México la desigualdad podría no permitir esa adicción, igual encontramos a nuestro alrededor que el uso de dichas tecnologías deviene, curiosamente, en un problema de falta de comunicación.
Es una escena común: en la mesa de un restaurante, en el periodo entre que piden la orden y esperan su llegada, podemos ver a los miembros de una familia alejarse de la convivencia concentrados en sus pantallas.
La psicóloga Xóchitl González Muñoz, del blog Psicología para niños, explica este comportamiento en una entrevista exclusiva para el blog EXATEC: “Lo primero que debemos aceptar es que estamos frente a una nueva forma de relacionarnos que involucra un dispositivo de por medio. Si queremos modificar una conducta es fundamental identificar dónde inicia. Por ejemplo, si los papás y abuelos están siempre conectados, ¿cómo pueden decir a los jóvenes que no lo hagan? O bien, si cuando tu pareja te está hablando de algo importante en lugar de verle a los ojos estás mirando el celular, ¿cómo puedes reclamarle cuando haga lo mismo? [...]; la responsabilidad no es de internet, sino de cada uno de nosotros”.
Para González, una buena manera de abordar esta problemática es tratando de entender a cada miembro de la familia, según su etapa de vida: “La relación que tiene un adolescente con las redes sociales no es igual a la que tiene un niño pequeño o un adulto mayor. Para el joven, puede ser tan importante en su desarrollo emocional y autoafirmación revisar constantemente Instagram o WhatsApp como abrazar a sus abuelos”.
¿Qué hacer? Para el equilibrio es importante establecer lineamientos claros para todos: cuándo sí, cuándo no y por cuánto tiempo se permite usar el celular o la computadora. También, necesario generar responsabilidad sobre los nuevos usos y costumbres, promoviendo la autogestión. “Insistir desde el enojo en que el otro deje el celular o internet es pelear por lo que no se puede ganar”, menciona González.
La responsabilidad no es de internet, sino de cada uno de nosotros
Algunas personas han optado por el llamado digital minimalism, que, de acuerdo con Cal Newport, profesor asociado de ciencias de la computación en la Universidad de Georgetown, es una filosofía sobre el uso tecnológico en la cual “uno concentra su tiempo en línea en un pequeño número de actividades cuidadosamente seleccionadas y optimizadas que respaldan firmemente las cosas que se valoran para después, felizmente, ignorar todo lo demás”.
Si bien esta podría parecer una forma drástica de abordar la tecnología en el presente, en realidad no es imposible que dosifiquemos su uso. Quizá para quienes no crecieron en la era digital es más fácil detectar qué es lo que realmente sirve de internet y lo que es, en esencia, una pérdida de tiempo —que muchos disfrutamos, por cierto—.
El punto es que la tecnología no es buena ni mala, vaya, no posee una cualidad moral: depende del uso que le dé cada persona
Durante la pandemia reciente, la hiperconectividad de los dispositivos ha mostrado su lado más amable al permitir a las familias y amigos mantenerse en contacto. Abuelas y padres por todo el mundo han podido hablar con sus nietos e hijos con herramientas como Zoom, Facetime o aplicaciones diversas para videollamadas.
También, la tecnología ha facilitado el trabajo desde casa y está revolucionando nuestra forma de ser y estar ahí. Es muy pronto para hacer conjeturas sobre el comportamiento futuro, pero resulta innegable que la realidad, tal como la conocíamos, habrá cambiado después de esta época de quedarse en casa. Quizá migremos de una sociedad líquida a una sociedad ubicua, en la que es posible estar en varios sitios a la vez sin variar nuestra ubicación física.
Precisamente esa sensación de ubicuidad puede abrir nuestra mente y llevarla, desde la sala de la casa, a cualquier sitio; puede convertirse en una posibilidad de entrar a, entender y hacer crecer nuestra relación con aplicaciones y softwares que mejoren nuestra calidad de vida.
En México, estamos frente a una gran oportunidad de reflexionar sobre cómo podemos diseñar mejores prácticas para mantener el equilibrio entre el mundo real y el virtual. Reiteramos: la tecnología no es buena ni mala; vaya, no posee una cualidad moral en sí misma, pues depende del uso que le dé quien la posea.
Ante nuestros propios juicios de valor, es importante reflexionar: ¿las nuevas tecnologías ayudan a construir relaciones positivas y significativas, o más bien dificultan el proceso? ¿Estamos usándolas para mejorar las relaciones y construir otras nuevas? ¿La tecnología aumenta o disminuye tu preocupación y compasión por los demás, así como tu deseo de incidir positivamente en tu comunidad?